EL ARTE DE ANGEL PASCUAL RODRIGO
Angel Crespo
Barcelona
1995
EL
ARTE DE ANGEL PASCUAL RODRIGO toma
simultáneamente a
la realidad, a la presente y a la recordada, como contexto y como
pretexto
de una expresión eminentemente poética en la que los
signos
se transforman en símbolos de varia y estimulante lectura. Como
contexto,
porque los simulacros o arreglos de la realidad se organizan en
él --y por eso son pretexto-- de manera que sintamos en sus
paisajes unas
presencias
invisibles e inquietantes que nos hacen pensar que si por desventura
desapareciesen,
todo se vendría abajo en esas visiones o sentimientos del mundo,
ya
no habría orden ni concierto en la obra, en la pintura, en el
grabado,
en la estampa, y desaparecería con ellas lo que parece
atmósfera
y es en realidad --y entonces lo comprenderíamos--
metamorfoseada
teofanía
que define, organiza y hace alentar al cuadro de manera semejante a
como
el alma, que también es invisibilidad y metamorfosis, define,
organiza y hace vivir al cuerpo.
Pero este es el grado más
directo, digámoslo
así, de la presencia de lo misterioso en
este arte, puesto que en otro grado --no sabría decir si
más o menos alto-- lo que llena al cuadro, o a la
combinación de cuadros complementarios aunque autosuficientes,
es la expectativa de esas presencias, y entonces las líneas y
los colores parecen estar ensayando un ritual con que percibirlas, o
bien la huella de esas presencias, y entonces la melancolía
difusa en la obra da testimonio de una ausencia que, puesto que todo
cuadro
de Angel Pascual vive, la sume en un éxtasis como el que sufre
el
cuerpo abandonado momentáneamente, pero jamás olvidado,
por
un alma que camina por los espacios altos de los que llueve y deriva la
hermosura
de la realidad, más real entonces que ninguna, que invitó
o
engendró a esa presencia, ausente accidental en una
suspensión
del fluir del tiempo, siempre idea no vista, pero sí altamente
imaginada,
de lo ya visto y contemplado.
Estas son, según mi
sentir y entender, las cualidades del país inventado cuyos son
estos
paisajes en los que, si no contradice a lo ya dicho la presencia de un
ser
tal vez humano, tampoco extraña la indiscutible de un dios. Pues
nos
encontramos en el lugar de intersección entre el mundo real y el
mundo
ideal de su meditativa contemplación, un mundo aquél del
que
Angel Pascual ha conocido tantos lugares que han hecho de éste
un
compendio de bellezas y emociones a veces aparentemente
contradictorios.
Intersección, pues, de dos esferas complementarias que crean un
misterioso
espacio común: la vesica
piscis o, si se prefiere, la mandorla
virtual
de nuestro tiempo.
Es que Angel Pascual representa
de manera única entre nosotros a una tradición
simbólica que ama la realidad y, porque la ama tan intensa como
espiritualmente, es
capaz de trascenderla para su mejor y más duradero
entendimiento. Pues
el suyo es un arte de contemplación pero también de
recuerdo,
y no olvidemos en este sentido que, según Eugenio Montale,
«la
memoria fue un género literario cuando aún no
había nacido
la escritura» --pero sí probablemente la pintura, me
permito
añadir por mi cuenta--, es decir, cuando floreció la
tradición
creadora de símbolos a que acabo de referirme.
Arte de contemplación
y de recuerdo, pero también de imaginación y de
inspiración como el romántico, con el que tiene no pocos
puntos de contacto, se
diferencia de él éste de Angel Pascual en que en
él no
hay nunca improvisación y por la ausencia en sus composiciones
del
horror vacui propio de la hiperestesia romántica. Es como si nos
encontrásemos,
como en Böcklin o en Moreau, en plena tarea de salvamento del
romanticismo.
Pero lo que aquí se está salvando es también
anterior
y posterior a él. Y esperemos que igualmente nos sobreviva a
nosotros.