La idea de esta
exposición surge de una antigua frase: UMBRA PASCENS SATA.
Resulta
superfluo pretender explicar el porqué de esta idea y su desarrollo en
este proyecto. Tanto el conjunto de pinturas como su secuencia
global tienen una coherencia accesible. Las cartelas y los pies de foto
bastan para iniciar el acercamiento. Quien quiera entender sus
distintos planos de reflexión podrá entenderlos. Quien sepa disfrutar
dispondrá del aroma de sus pastos. Por lo demás, sería inútil buscar
palabras que hagan entender a quien no quiera ni sepa ver. A estas
alturas se ha dicho ya casi todo.
Igual de
superfluo resultaría explicar por qué una exposición como ésta, en la
que no hay toros ni trajes de luces, quiero dedicarla a un torero. A un
maestro a quien admiro por cuestiones que escapan al ámbito de los
aficionados taurinos comunes y aún más, por supuesto, al de los
enemigos viscerales del toreo.
Sin embargo
no puedo resistirme a dar pistas: Comparto su preferencia por las
faenas que desplieguen variedad en vez de monotonía pseudopurista —una
corrida y una exposición tienen ciertas cosas en común—. Me descubro a
mi mismo vibrando ante lo que él llama rito y liturgia, sin concesión
fácil ni gesto engañoso. Creo compartir con él también el sentido serio
del juego y el planear entre las dualidades naturales, conjugando luces
y sombras, o lo sencillo con lo complejo, mostrando la sutil diferencia
entre cada momento de una secuencia, vadeando entre lo posible y lo
imposible, sin que el éxito o el fracaso nos arrastren.
Quizá tampoco
a él le explicaría mucho más sobre los motivos de mi dedicatoria. Quizá
los dos termináramos admitiendo que era mejor guardar esas razones en
la sombra del silencio.
Vaya pues por
José Miguel Arroyo Joselito
Angel
Pascual Rodrigo Campanet,
febrero de 2003
Anexo de 2007
En respuesta al
movimiento antitaurino
Los antitaurinos lograrán
exterminar una especie.
Los
toros bravos existían en toda Europa en su modo natural y
ahora sólo quedan en España y Portugal.
En
Portugal no matan a los toros en las plazas. Pero las
ganaderías portuguesas sobreviven gracias a los que venden para
las
plazas de España.
Los
bovinos que quedan en el resto de Europa son productos degenerados
para consumo
de carne y leche, que han perdido sus instintos atávicos de
defensa y sus atributos físicos —astas grandes hacia adelante y
potente aparato locomotor.
Los
toros bravos existen gracias a que algunos de ellos dan su vida por
los demás, por la perduración de su especie,
después de años de buen vivir en el paraíso de las
dehesas,
sin ser estabulados.
La
fisiología de los toros bravos hace imposible la
estabulación sin degeneración. Sus primos no bravos
vienen sufriendo una degeneración continua y selectiva de cara a
la producción industrial.
Mc
Donnals y las carnicerías comunes hacen de ellos hamburguesas
y asépticos filetes para que no seamos conscientes de que
pagamos su muerte antes de haber cumplido un año de vida.
Pagamos para que esas terneras mueran sin cumplir siquiera un
año
en siniestras granjas, engordadas artificialmente con piensos
artificiales, hormonas y química.
A
esas terneras, que comemos a gusto y no nos dan pena, se les inyectan
tremendos tranquilizantes cuando llegan al matadero, para que queden
aturdidas y no agarrotadas por el tremendo olor a sangre y dolor de las
masivas muertes antes de recibir la tremenda descarga que ponga fin a
su anodina vida. Algunas mueren de infarto al entrar al matadero. En
muchos mataderos les parten vivos en canal para que su corazón
siga bombeando y caiga toda la sangre.
Los
antitaurinos sólo defienden su propio sentimentalismo. No
les importa el futuro de los toros bravos, en definitiva sólo
buscan su exterminio. ¡Pobres animales!
En
cambio los verdaderos taurinos admiramos, tememos y amamos a los
toros, por eso nos llamamos
taurinos y no antitaurinos.
En
la plaza vivimos con cada toro su vida y su pasión hasta la
muerte.
Sufrimos
con cada animal en cada uno de sus sufrimientos.
Por
todo ello detestamos el sufrimiento innecesario y tramposo que les
infligen algunos advenedizos sin escrúpulos.
Castigamos
con silbidos y abucheos a los toreros y picadores que no
sepan tratar con dignidad al toro y no sepan hacerle pasar el trance
con el menor sufrimiento posible. Eso contradice la idea de que nos
gusta verles sufrir. Esos silbidos y abucheos tienen muchas
consecuencias para la subsistencia de los matadores.
Yo
mismo me prometí no volver a ir a ver a un afamado
torero del momento porque le vi ordenar al picador
destrozar un toro en la
plaza de
Palma de Mallorca. Aquel pobre y bravo toro no pudo siquiera
levantarse, el torero debió
pensar que no merecía jugarse la vida ante aquel peligroso toro,
debió pensar que todos éramos turistas ignorantes, pero
muchos nos dimos cuenta y no se lo perdonamos. En compensación, aquella
misma tarde vi a Joselito en una de las faenas más
memorables que recuerdo haber visto en mi vida, su rito fue tan
perfecto
que terminé llorando de emoción. Ni a él , ni al
toro, ni a algunos pocos nos importó que pasara inadvertida para el
público general
la profundidad de aquella gran faena.
Nos
sentimos identificados con cada animal en la lucha para defender
nuestras mejores querencias.
Vencemos
con la victoria de su verdad por encima de la muerte.
Sentimos
que cuando muere un toro algo oscuro de nuestra alma muere
con él y al mismo tiempo una luz liberadora entra en nosotros,
para
hacernos renacer con
él desde el interior.
El
gran maestro sufí del siglo XX 'Isa Nur ad-din Ahmad dijo a
uno de sus discípulos que cuando un toro muere de manos de un
torero que cumple de
modo adecuado con su
dharma sacerdotal ese toro
renace en un estado más central y elevado.
Pero
por lo que se ve, cada vez hay menos gente que sepa ver, menos
taurinos de verdad, más gamberros alcoholizados, más
ciegos de inteligencia... Y los malos toreros y ganaderos se aprovechan
de esa ceguera
para transgredir la legitimidad creyendo no ser vistos. Sin embargo,
la mayoría de los toreros y ganaderos son honestos y no
todos los
espectadores somos ciegos.
He
visto llorar a más de un torero
porque tenía que matar a un toro que, habiendo respondido
a su engaño con bravura, le había enseñado a ser
noble hasta la muerte. Algún torero
importante —Paco Ojeda, por ejemplo— ha pasado por mal matador de
buenas faenas porque le
resultaba imposible matar aquellos toros con los que se había
sentido unido en los lances y le habían mostrado su valor y
nobleza. Quizá a esos toreros les faltó saber —como a
tanta gente de hoy día— que la muerte con valor es el
colofón de una vida valiosa.
En el
estado de ceguera
intelectual que hoy
domina parece no tener
sentido la pervivencia de un rito que ya sólo puede ser
considerado
como superstición por la creciente y poderosa masa de los
afanosos de la modernidad. Las supersticiones son residuos incomprendidos por el
olvido.
Quizá
llegue el
momento en que los toros bravos desaparezcan para siempre... como
tantas
otras especies... como tantas otras manifestaciones de orden
superior... como
los indios «pieles rojas» de las praderas —perdón
por la comparación, pero entiéndase que es en
consideración de ciertos valores simbólicos y
correlativos entre esos animales y
aquellos hombres.
Los
antitaurinos quizá consigan dar al toro bravo la
puntilla general, permitiendo desde su “magnánima mezquindad”
que unos pocos individuos sobrevivan indignamente en una mísera
parcela o jaula
de algún zoológico o en una minúscula reserva
subvencionada hasta que un recorte los elimine.
Angel
Pascual
Rodrigo
Los
antitaurinos estarán ya contentos. Su continuo activismo
criminal ha logrado que se sacrifique ya a más de la mitad de
los toros bravos de España.
Los
propietarios de ganaderías, como la importantísima
Guardiola, se están viendo obligados a roturar gran parte de
sus dehesas, para iniciar cultivos que compensen el déficit por
la bajada de demanda de toros y
tener así ingresos que permitan seguir manteniendo las
ganaderías
casi de modo romántico. Ello
les ha obligado a adecuar el número de reses al espacio y
sacrificar una buena parte.
Ha
habido quien nos ha dicho que prefiere que desaparezca una especie
antes que una parte de sus individuos sufre.
¿Qué podemos decir ante una sinrazón y un
sentimentalismo tal? Por esa misma razón habrían de
abogar para que desaparezca todo el ganado destinado a morir
angustiosamente en los mataderos, todas las gacelas para que no mueran
algunas de ellas como alimento de leones, todos los animales que mueren
a manos
de sus predadores, cumpliendo con las leyes de equilibrio y
selección natural.
Habríamos
de concluir que el gran problema subyacente es
la pérdida del sentido del principio sacrificial y, en suma, del
sentido de lo sagrado. Y si no fuera porque en un estado de tal ceguera
todo es ya inutil, recomendaríamos leer el libro LA
TRANSFIGURACIÓN DEL HOMBRE de Frithjof Schuon. José J. de
Olañeta,
Palma de Mallorca, 2003.
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