EL TEATRO DEL AMOR Y DE LA MUERTE
 
DE ANGEL PASCUAL RODRIGO

 

Ignacio Gómez de Liaño


Texto catálogo exposición

 
 



 


Entre bastidores... Angel Pascual me sugiere que destaque esa expresión. Es natural, me digo, pues el oficio de presentador me obliga a situarme entre bastidores para, desde esa privilegiada posición, entrar a fondo en las obras que el artista expone. Pero sospecho que la razón de la sugerencia es otra. Es el propio artista el que se ve a sí mismo entre bastidores, pues Angel Pascual ha venido a la galería Sen a hacer... teatro. Un teatro intrincado a pesar de su aparente nitidez. Intrincado por las referencias pictóricas que el artista maneja: la serie histórica de Leornardo, Tiziano, Velázquez, Girodet, Matisse, De Chirico y Miró llega al clímax en Giovanni Bellini y, sobre todo, en Giorgione: el Giorgione de La Tempestà y la Venus de Dresde; el Giorgione de la geometría áurea del ser frente a la albertiana de la razón; el Giorgione del estremecimiento tempestuoso y la quietud ensoñadora.
 

Y es un teatro intrincado por los raros pensamientos que Angel Pascual a duras penas logra mantener en secreto y que sugeridos por las palabras Pasos, entremeses y ensaladas, que el artista coloca en el frontispicio de la exposición, nos comunican el sentido teatral (Dionisos) y convivial (Eros) de su obra actual. O sea, el sentido de un teatro del amor y de la muerte donde Venus y el rayo, el frutero y el faro, el interior acogedor y el exterior inhóspito modulan el tema de la pintura como representación de la ausencia y como deseo de hacer durar el instante —el de la mirada, el de la mano— a fin de perpetuar el momento de emoción que otorga la contemplación de lo visible.

Haciendo honor al conceptualismo que era ya tan patente en las exposiciones de los años 70, cuando con su hermano Vicente formaba la mítica Hermandad pictórica aragonesa, Angel Pascual-Rodrigo va, ahora, más allá de las vistas para hacernos sentir los nexos entre paisajes que son estados del alma, y figuras que son como esos interlocutores sin los cuales no podríamos llegar a ser nosotros mismos. Si los paisajes evocan «arcadias venéreas, orillas turbulentas, desiertos implacables, faros salvadores, cascadas reveladoras...», según me comunica Angel Pascual en una carta, las figuras son variaciones históricas de Venus que el artista utiliza para el disfrute, la ensoñación y, tal vez sobre todo, una amorosa conversazione.
 

Los paisajes, primero; las figuras, después. Pero también se podría decir: los paisajes como figuras, y las figuras como paisajes, pues el propio artista declara en la carta antes mencionada, refiriéndose a la Venus de Dresde, que ha comulgado «con la forma de sus árboles, sus nubes, sus construcciones, sus signos ocultos y especialmente su fantástica geometría subyacente». Lo más abstracto y matemático puede ser lo más concreto y personal. Tan es así que Angel Pascual utiliza la geometría áurea con la que Giorgione plasmara su Venus como fundamento estructural del conjunto Entre bastidores de sombra cobriza y aún de toda la muestra, desde los formatos de las pinturas hasta las relaciones que éstas mantienen entre sí. La geometría se hace carne. Paisaje incluso.
 

La expresión «nexo», que antes nos salió al paso, como la de «geometría áurea» con la que hemos tropezado dos veces, nos devuelve de nuevo, elípticamente, al mundo del teatro y los bastidores, pues Angel Pascual no sólo ha querido representar, sino hacer una representación, establecer una serie de nexos áureos que, surgidos del fondo de la visibilidad aún más que de la racionalidad, se hacen ya notar cuando, al ponernos delante de la puerta de cristales de Sen, nos encontramos ante una especie de embocadura teatral flanqueada por dos columnas a la izquierda (En el teatro del mundo) y una a la derecha (La tempestad pasa y queda) en cuya cima un rayo fractura el cielo. ¿Son las columnas de la fortaleza que ha de poseer el que ha sido desterrado de la ciudad  maldita? ¿O no será más bien que el artista nos invita, mediante esas columnas, a ir más allá, plus ultra, hasta... Hasta el final, cuyo sol levitante, declinante, parece querer trasportarnos, en medio de oleadas de color, más allá de la tierra y lo visible?

 

Antes de llegar a las columnas, el artista ha querido prepararnos con una serie de pinturas que, en cierto modo, sirven de prefacio a la exposición. El movimiento del agua en Escuchando y el de la niebla en Bona nit, amor se unen al mosaico de Velos que muestran orillas crepusculares y románticas, faros nocturnos o encendidos en medio del bosque, Venus ante el espejo entre faros, y el grupo formado, a ambos lados de un frutero, por el rostro dormido de Venus y el inánime de Atala.
     
Habilitados con esas contemplaciones de la luz y la sombra, nada más cruzar las columnas que marcan el umbral, nos interpela a un lado el punto solar-crepuscular de Cuatrimirada mientras que, al otro, nos envuelven las nieblas reminiscentes del Zen de Entre velos. Más allá, la serie de los faros (Querido Eduardo) evoca la pasión de Eduardo Sanz por esos dedos de luz y noche que, situados entre la tierra y el agua, compendian también los otros dos elementos —el aire y el fuego— como ninguna construcción humana. Así, entre soles crepusculares, nieblas deslizantes y faros que son casi pinceles, Angel Pascual nos lleva al último cuadro de esta primera jornada, Hasta el final, donde el sol promete trasportarnos más allá del horizonte...

     
Antes de entrar en el nuevo escenario, el artista rinde homenaje a otro admirado colega, Alfredo Alcaín (Querido Alfredo), en la idea de que sólo tras ese interludio amical puede, al fin, descubrirnos Entre bastidores de sombra cobriza, la obra que nos abre por un lado hacia el homenaje a Giovanni Bellini e Isabel Villar (Velo y espejo, querida Isabel) y por el otro lado nos llevará finalmente, entre nocturnos y fruteros, a la confrontación de
El sueño de Venus con El despertar de Atala, última escena del teatro del amor y de la muerte de Angel Pascual-Rodrigo. En la gruta sepulcral, entre el sensual amante y el ascético monje, la muerte de Atala es sólo un final aparente. Un final abierto a un paisaje donde corre un río henchido de aguas vivas, que si algo significa es que nada tiene fin, que todo siempre está comenzando, que el hombre no es más que un proyecto, que Dios siempre se está inventando a Sí Mismo, que el morir es un despertar.  
   
Representación ensimismada de la vida y de la muerte, las pinturas de Angel Pascual, aún más que jeroglíficos, son visiones del alma, pulsaciones de la intimidad, una reflexión sobre la Historia del Arte, que puede ser interpretada como el museo personal del artista. Angel Pascual me hace pensar en Poussin y en Claudio de Lorena, y también en aquellos artistas visionarios de la era de las luces que en la segunda mitad del siglo XVIII, en el crepúsculo de la civilización y tal vez del hombre, ponían rumbo a Roma y Nápoles, para sorprender, junto a las ciudades sepultadas por el barro y la lava que en esas fechas empezaban a ver la luz de nuevo, el secreto de los secretos, el secreto más celosamente guardado.

Madrid, noviembre de 2006