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El paso de un ángel
Julián
Gállego
En el admirable libro
«Sobre los
ángeles» (1927-28) el
poeta Rafael Alberti dedica un poema al El ángel bueno, que
comienza: «Vino el que yo quería / el que yo
llamaba» y que concluye con estas estrofas, tan breves como
empapadas de espíritu, casi místicas:
«Sin
arañar los aires,
sin herir
hojas ni mover cristales.
Aquél
que a sus cabellos
ató
el
silencio.
Para sin
lastimarme
cavar una
ribera de luz dulce en mi pecho
y hacerme
el
alma navegable».
Las
últimas pinturas
de Angel Pascual Rodrigo parecen inspiradas por un ángel
semejante: acaso por el paso del Angel Pascual, como reza el
título de su exposición. Hay un estatismo que deviene
extático. La misteriosa espiritualidad del pintor se impone, en
esa contemplación prolongada de las formas naturales en la luz,
incluso en los temas en donde el mar se agita, acaso previendo un
Cantábrico que, cuando está sereno, alcanza las
más puras llanuras del éxtasis y del color quieto. No
otros son los atardeceres que pintó Gaspar David Friedrich y los
que no llegó a pintar, pero que sus dos Auroras permitían
esperar, Otto Runge, su amigo, donde la simetría o
asimetría de formas y tonalidades, de luces y sombras, nos
sorprenden como en ese instante milagroso del ocaso, cuando se para el
tiempo y nos permite entrever la eternidad, como por una puerta
entreabierta, que la noche no tarda en cerrar.
Angel Pascual
me
escribía, desde Mallorca, hace dos años:
«Últimamente he leído bastante a Novalis y a Dante.
Me había resistido hasta ahora a leer románticos (no a
Dante). He de rendirme a la evidencia del acento romántico de
nuestra obra; pero lucho por defender el porqué de la actualidad
de la misma». Es explicable que pudieran molestarle esos
parentescos con los alemanes del neoclasicismo romántico
(Thieck, Hölderlin, Novalis, Carus, Runge, Friedrich..., yo
incluso añadiría a Schinkel, el genial arquitecto del
purismo, que en sus paisajes nos sorprende por la trascendente pureza
de formas y celajes), pero ello no impide, sino todo lo contrario, la
contemporaneidad de su pintura con nuestro tiempo; se ha dicho que nada
caracteriza mejor a una época que la idea que se hace de las
otras. Y, precisamente, en estos momentos de posmodernismo, nuestra
sensibilidad se abre ante lo actual de las posiciones de esos artistas
poetas, que a su vez creían asemejarse a los antiguos griegos,
pero que estaban realizando una obra característica del primer
cuarto del siglo XIX.
A la vez que la
originalidad
de las columnatas de Schinkel o de Klenze estamos advirtiendo la de las
esculturas de Thorvaldsen o Flaxman, buscadores de un paraíso
perdido, de una tierna austeridad que rechaza todos los ornamentos del
desfalleciente rococó o del naciente romanticismo. Pronto
habremos de buscar un adjetivo mejor que purista (o que el detestable
Biedermeier) para definir esa época en que las tormentas del
«Sturm und Drang» amainan, desechando el aspaviento sin
perder la tensión que lo animaba. El redescubrimiento de Dante
por parte de William Blake (y, a su ejemplo, por Dante Gabriel Rossetti
y sus amigos de la P.R.B.) es contemporáneo de la
aparición en Roma de la hermandad de los Nazarenos, que buscan
una mística quietísta en los claustros abandonados de San
Isidoro Agrícola, a un paso de la pagana Villa Borghese. Los que
abusan del adjetivo «dantesco» como expresivo de lo
terrible y espantoso, no sólo no han leído al Dante del
«Inferno» —mucho menos el del «Purgatorio», en
que se inspiran algunos títulos de cuadros de Angel
Pascual, y ni sospechan el del «Paradiso» o de «La
Vita Nuova», fuente fresca de la pintura de Rossetti— sino que
ignoran que, según las ideas de quienes han definido lo Sublime,
desde Burke a Schiller, para alcanzarlo ha de vencerse ese temor a lo
desconocido, a lo amenazador de nuestra vida temporal, que el autor de
la «Oda a la Alegría» expresa por la metáfora
de los dos espíritus angélicos, el que nos
acompaña durante el gozo trivial de una existencia común
y el que, cuando ése nos abandona ante el abismo interrogante,
nos transporta hasta la otra orilla con la fuerza de sus alas. Ese
simbolismo alcanza hasta a Böcklin, que inspira uno de los cuadros
de nuestro pintor, «El Ulises de Böcklin en la Trapa»,
donde Angel ha suprimido a la frívola Calipso para
centrarse en la silueta encapuchada del héroe de Ítaca,
que da la espalda al espectador, como un personaje de Friedrich. para
concentrarse en el infinito místico a que los trapenses
aspiraban en su silencioso eremitorio mallorquín. El misterioso
barquero que figura en otras obras es un descendiente de Carente,
liberado de su papel pesimista y que cabe identificar con el segundo
genio de Schiller.
Como en Rünge,
las
relaciones geométricas, repetitivas o sincopadas, de estos
cuadros, cooperan a esa subida «de las aguas a los cielos»
a que otro título se refiere. La atalaya, las montañas
ascendientes, esa cascada que es como la fuente de Gracia de Friedrich,
subliman los paisajes aragoneses o baleares. La alusión al
extático atardecer de los paisajes de Claudio de Lorena en obras
de menor formato y la permanente transparencia del paisaje
extremo-oriental dan a esta pintura (en vez de quitársela) su
profunda y misteriosa actualidad.
JULIÁN GALLEGO
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