A los
buenos
escritores les gusta leer,
leen obras antiguas o
contemporáneas y Muñoz Molina, que tanto ha reflexionado
sobre las raíces de
su obra, explica en "Destierro y destiempo de Max Aub" que en la
lectura halla
enseñanzas de maestros, que en ella "busca héroes,
héroes
civiles e íntimos de la palabra escrita, que lo enaltecen y lo
acompañan,
que le ofrecen coraje en la rebelión y consuelo en la
melancolía".
Lo propio ha de decirse cuando un pintor visita la pintura, contempla y
vive
cuadros de antiguos, de modernos, y esa contemplación deriva en
trampolín
con que sobrevolar los tiempos y lugares para trufarlos, confundirlos,
mezclarlos
y trasladarlos de siglo, todo en un mismo plano, porque, no en vano,
como
sigue diciendo Muñoz Molina de la literatura, --y puede
aplicarse
a la pintura--, ésta es "el diálogo entre los vivos y los
muertos,
el lugar donde se quiebran las leyes del tiempo. Don Quijote, en
nuestra
imaginación y en nuestra biblioteca, es contemporáneo de
Aquiles
y de Huckleberry Finn".
Ut pictura
poiesis,
dice, y no en vano, una sentencia consagrada. El lector o el espectador
del
arte, están prestos a entablar un diálogo con la obra
contemplada para apropiársela de acuerdo con su ritmo interior,
con la capacidad de su mirada. Ni el agua que baña el pie
derecho baña el izquierdo,
ni dos espectadores ven lo mismo en un cuadro, ahora, en el mismo
día,
y, aún menos, si la visita se espacia en unos años. La
obra,
en tanto mantiene abiertos los dinteles que dan paso a sus dudas, a sus
interrogantes
y certezas, a sus exaltaciones y fracasos, a ese espiral complejo de
convicciones,
incertidumbres, dolores y terrores, es un conversador que invita a
platicar.
El ojo que la observa inicia --por encima de tiempos y de idiomas-- un
diálogo
ajustado a sus espectativas y, de este modo, el cuadro, (también
podría
ser la escultura, el poema), vive en la evolución y en las
sucesivas
andaduras interpretativas que genera el diálogo cruzado entre el
espectador,
la obra y el autor. La creación pervive en las variantes
sucesivas,
y así se configuran los cánones, personales o de
época.
Así se vence el tiempo, perviviendo en el tiempo.
Según
Harold
Bloom
"el escritor progresa leyendo infielmente a sus maestros”, del mismo
modo
en que el pintor dialoga con los pintores vivos y con aquellos que
fueron
y se han ido. Y cuando decimos dialogo hablamos de esa
conversación
mantenida que devana sus idas y retornos atravesando los tiempos
verbales,
yéndose del presente --siempre en fuga-- a ser pasado, por dejar
su
lugar a lo que, hace un instante, era futuro. El presente, el huidizo y
transitorio suspiro entre antes y después, entre fui, y
seré, vive en sus
sucesiones la variación constante de no dejar de ser. Por encima
de
tiempos y de modas hoy, cuando la contemplamos, sigue viva la Venus de
Giorgione,
es un pasado del tiempo en tensión de futuro. Y pervive la Atala
de
Girodet lanzándonos su luz de reposo y quietud permanecida.
En los
años
setenta
--fue en el siglo pasado-- nació la obra de Ángel Pascual
Rodrigo ya en conversación y diálogo. Primero fue trabajo
de hermandad, la Pictórica Aragonesa, cuyos cuadros se
hacían en platica de
ideas, en cruce de opiniones y en fraternal coloquio entre Vicente y
Ángel.
Creación sostenida y convivida, por vivida con otro, que, ni
siquiera
cuando los dos hermanos buscaron soluciones privadas a su quehacer,
dejó
de ser un modo de departir conferenciando consigo o con los otros.
También
desde el origen fue mirada hacia el pasado, patente en los rostros del
caballero
decimonónico o la lata de tomate Campbell de las maquetaciones
del,
entonces, bisoño Andalán.
Recuerdo, hace
ya
años,
que una hermosa exposición de Ángel en la Sala Libros del
Palacio Fuenclara, propuso en la secuencia de pinturas, en la
intencionada estructura del montaje, un inmenso dialogo, muy sobrio,
muy compacto, y también muy intimista. La colección era
muy coherente, como una conversación entrecuzada
--estática, a la vez, y en movimiento-- de voces-cuadros. El
montaje proponía una voz genérica y común, un a
modo
de conversación, donde se percibían nítidamente
los
tonos de cada cuadro, el soliloquio parcial de la pintura concreta que
se
integra en la charla colectiva y en la particular con cada uno de los
restantes
cuadros. No faltaba en aquel discreteo el interrogante de tal cual
monocromo
o del trozo de pared --milimétricamente ajustado-- que
distanciaba
y relacionaba, a la par, los elementos del conjunto. La
exposición
era una peregrinación por sendas de paz interior, de reposado
silencio,
en una atmósfera de limpidez intimista que invitaba al dialogo
sincero
del espectador con cada cuadro, con los cuadros, cuyos títulos
susurraban
frases de la Divina Comedia, la antigua y tan eterna
peregrinación
por la espiral de los estados morales.
La
exposición de Libros fundó, de modo ya
inequívoco, la
línea ideológica y estructural que venia distinguiendo la
obra de Ángel Pascual Rodrigo. Era la apelación a la
herencia que nos pervive a través de las
ruinas armoniosamente clásicas que ribetean o protagonizan sus
cuadros
y proclaman su mensaje de historia y de trabajo, y era, la
admiración, ¿la búsqueda?, de esa naturaleza
serena y no manipulada por la mano del hombre que pervive, en su
original inocencia, superando la edad
y los tiempos del mundo, pero dueña del tiempo remansado en sus
tonalidades
temperadas. Era también el mundo de las citas literarias
repristinadas
en los nuevos destinos y el de las citas pictóricas de la
recreación
que hace revivir, fiel-infielmente, a sus maestros. Hace ya muchos
años
que Ángel Pascual Rodrigo trabaja con el tiempo que se ha ido en
la
literatura, en la belleza plástica de una forma o de la
intensidad
de una mirada, para retomar sus temas y elementos, recrearlos, y
legarlos
al por venir con todo su legado cultural, conceptual y artesano, y
legarlos
también en la propuesta ética, tan suya, patente en esa
apelación
a la concordia de los tiempos que se cruzan y se confunden buscando una
suerte
de armonía universal, delicada y apacible, muy deliberadamente
inocente
.
La obra de
Ángel
está hecha de legados del tiempo, de una historia que no pierde
sus tonos en pintar
heroísmos o caducas acciones de personas con nombre. La historia
de
los cuadros de Ángel Pascual es la de los hechos pequeños
de
cada ser anónimo, la de los movimientos de los continentes, la
de
los sabios que desentrañan leyes físicas, la de la
sucesión de las vegetaciones de los bosques, la de los edificios
y las nubes, la de
las guerras y los odios, la de las estaciones, la de los artesanos.
También
la del
espejo.
Cuadro que mira cuadro. La última creación de
Ángel
Pascual es, casi, circular, desde su titular propuesta: Y
así pasa
y queda.
Una copulativa
de
hilación la entronca con un antes que se refiere, obviamente, a
eso que está pasando "así", de este modo, ahora mismo y
viene de alguna parte. Lo
que "pasa" y, por lo mismo, se anega en el pretérito marchando
hacia
el futuro, no para desaparecer pues, antes bien, se "queda", deja su
huella
en sostenido abrazo con los tiempos del tiempo de ese desde donde pasa
y queda.
Proyecto
circular nuevo
y
repetido: en sus obsesiones, en sus interrogantes y certezas. Circular,
pues
da vueltas a obras ya realizadas, revisadas, reelaboradas o
reinterpretadas
en otras ocasiones, en dialogo interior entre ellas. Un diálogo
que
vuelve a hacer preguntas a los cuadros antiguos porque no ha resuelto
ni
atinado con la contestación correcta y única;
quizá
porque la obra, la vida, hecha de pinturas que reflejan vivencias, es
plural, fluctuante y nunca conoce la respuesta. Conviene ver las
pinturas de nuevo, por ver lo que ahora nos cuentan, ¿por
descubrir, a lo mejor, que no
hay sólo una respuesta? Pinturas del pasado en un diálogo
aéreo,
no sujetas al soporte tradicional del muro o el caballete, sino
apoyadas
en ellas mismas, acodándose y reflejándose,
complementándose,
hablándose en idiomas que expresen la tensión que
más
acerca al amor del momento, o, ¿quizá lo correcto sea
decir
que hablan el idioma?, ese que, cualquiera que sea su cuna
filológica, hecho de mil variantes y de troncos
lingüísticos, permite la mayor
cota de expresión comprensiva. Hablemos la pintura, hablemos el
idioma
de todos los idiomas, confundidos en un estallido inaugural y
totalizador.
La tempestad
del mundo
se
repite sobre las mismas tierras, apenas sin variantes. La vida se
sosiega
en el espejo de las aguas, en la seguridad de las pilastras;
conjunción de extensión de horizonte, de
elevación, de dureza de piedra, de blandura del aire y
mórbida luminosidad del azogue líquido. El rayo no
amenaza, no atruena tan siquiera, es puro fenómeno de una
atmósfera --como el mundo-- bien hecha, que cumple sus funciones
formalmente;
una vez y otra vez pasa y, en esos cuadros, se queda su reflejo tendido
hacia
el futuro de la nueva mirada que los vea. Las montañas, olvidado
el
rugido volcánico de piedra que las encadenó a la
inmovilidad
de una concreta tierra, se curvan y, en sinuoso abrazo, se
complementan,
cimbreantes y sutiles, surcando, transatlánticas,
idiomáticos
océanos que rompen las lindes de los nombres y de la toponimia.
Abrazo,
Quililay, el Moncayo; las nieves y los vientos, fenómenos
fugaces
que escapan y se funden, que transitan y marcan su huella de tiempo en
las
laderas, perfilan ahí sus tonos convencidos.
En el templo
del amor y
la
muerte, central entre las dos columnas del nacer y el morir, la diosa y
la
mujer. Lo eterno y lo caduco confundidos en una muy querida imagen que
Ángel Pascual gusta evocar: el goticismo, casi ingrávido,
de la Venus de
Giorgione contempla, como si se mirara en un espejo, la Atala,
ronsardiana que, como las rosas del poeta, también ella "a
passé comme une
fleur"... Los rostros de ambas figuras se asemejan y convergen. Atala,
la
espiritual y muy cristiana figura de la muerta, contempla el
sueño de la pagana Venus viva en su eternidad perenne. La muerte
y el amor, el barroco
juego de tálamos y túmulos de mors / amor, se repiten en
la
pregunta no resuelta, en la espiral de las dos figuras femeninas,
tendidas,
enfrentadas, quizá complementarias, reflejándose en la
otra
como en un espejo que fuera compendio de la vida y de los sentimientos.
Hay
una conversación cruzada entre los cuadros, un intercambio de
mensajes.
Una muerte de
amor, una
mujer
en tránsito a la tierra y un abrazo que suspende en el aire el
dramatismo telúrico de la escena para mostrar la paz del rostro
yerto, la superposición de luces y de sombras que recorta
llenándola de vida una escena de
amor al borde de lo eterno. Y el sueño de la Venus Naturalis,
tendida
ante la naturaleza conceptual que la enmarca con sus tonos melados,
¿no
refleja, quizá, la eternidad de amor? ¿no lo dijo
Quevedo,
hablando de la perduración de amor más allá de la
muerte
"serán cenizas, mas tendrán sentido / polvo serán,
mas
polvo enamorado"? Amor más poderoso que la muerte, que el
sueño.
Amor, muerte y renacimiento. La Venus, desasida del mundo, parece
regalar
a la cristiana, en la creación de Ángel Pascual, su plus
de
eternidad para que Atala inicie un despertar en el mundo del amor
ultraterreno,
para que se despierte a nueva vida en un lugar de ataraxia y quietud,
donde
sólo amor haya. Esa Atala que ya no muere eternamente se
refleja,
ahora sí, en el platonismo sosegado de la pintura de Giorgione,
cilíndrica,
elevada por sobre de las ropas, inevitablemente leve. Platonismo, el
pálpito
de amor que embellece lo amado es la ofrenda de Venus; algo intangible
y
espiritual llena de magia el templo del sueño, el templo de la
vida
que perdura en el reposo divino, en el despertar de Atala, en el
sincretismo
del amor y la muerte, de cristianismo y paganismo que el pintor nos
sugiere
en esta lectura que rompe los tiempo y pone a conversar, en la
modernidad,
heroínas de cuadros que parecían condenadas a no
encontrarse
nunca... Estamos leyendo infielmente a los maestros.
La
exposición,
espiral,
circular, peregrina por los espacios y por los estados de una
naturaleza
hermosa y muy equilibrada, hecha de tonos miel, ocre, de verdes
matizados
o de rojos de trasparencia superpuesta. Es una naturaleza hecha de
partes
que conforman un todo coherente, una naturaleza cuyo conjunto se
reconoce
por entre los espacios de la pared que, más que separar sus
elementos, dispersos entre sí, le sirve de soporte para
enlazarlos en el friso de la totalidad del paisaje. ¿Cuadro
partido en dos, en tres, en varias
partes? Cuadro único con eje, armonizado consigo mismo, con la
hermana
pared, hablándose. Escuchamos hablar a una naturaleza, casi
mínima
en la exuberancia feraz de su plenitud, que nos ofrece sus tonos, los
sonidos
del agua vertical que rompe la horizontal monotonía de la tierra
extendida,
la del silencio solitario. El agua canta el sonido del tiempo, no hace
ruido.
La de Ángel Pascual es una naturaleza sin disonancias, ni
aún
en la tempestad. Es una naturaleza reflexiva que invita a meditar, como
invitan
a meditar sus columnas, las ruinas de sus cuadros, legado de una
tradición
que se mantiene e invita a reflexionar sobre el paso del tiempo, sobre
la
pervivencia del arte, sobre la fugacidad y la movilidad de nuestro
gusto
y nuestras percepciones.
La
exposición no
acaba,
no tiene, en puridad, salida definitiva. Es circular; un eterno
retorno.
¿Volvemos a empezar? Nueva conversación, otras
respuestas,
nuevos interrogantes, porque el verdadero espíritu, el que nunca
conoce
la respuesta, dispuesto a preguntar, a escuchar, a inquirir, vuelve
siempre
a empezar en peregrinación constante, en busca siempre y siempre
sabedor
de que nunca se sabe .
Lola Albiac