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Angel Pascual-Rodrigo Y así pasa y queda
 
       
still  
    STILL LIFE
    Imagen virtual de instalación pictórica central, 4 pinturas casi idénticas: 
      NATURE MORTE / STILLEBEN / VIDA QUIEDA / BODEGON / ...  / VIDA TODAVIA
    abren paso al encuentro especular entre la ATALA de Girodet y la VENUS de Giorgione:
      EL DESPERTAR DE ATALA  ...  y  ...  EL SOÑAR DE VENUS
       


 
   
Y ASI LO QUE PASA SE QUEDA

María Dolores Albiac


     
     


    A
    los buenos escritores les gusta leer, leen obras antiguas o contemporáneas y Muñoz Molina, que tanto ha reflexionado sobre las raíces de su obra, explica en "Destierro y destiempo de Max Aub" que en la lectura halla enseñanzas de maestros, que en ella "busca héroes, héroes civiles e íntimos de la palabra escrita, que lo enaltecen y lo acompañan, que le ofrecen coraje en la rebelión y consuelo en la melancolía". Lo propio ha de decirse cuando un pintor visita la pintura, contempla y vive cuadros de antiguos, de modernos, y esa contemplación deriva en trampolín con que sobrevolar los tiempos y lugares para trufarlos, confundirlos, mezclarlos y trasladarlos de siglo, todo en un mismo plano, porque, no en vano, como sigue diciendo Muñoz Molina de la literatura, --y puede aplicarse a la pintura--, ésta es "el diálogo entre los vivos y los muertos, el lugar donde se quiebran las leyes del tiempo. Don Quijote, en nuestra imaginación y en nuestra biblioteca, es contemporáneo de Aquiles y de Huckleberry Finn".

    Ut pictura poiesis, dice, y no en vano, una sentencia consagrada. El lector o el espectador del arte, están prestos a entablar un diálogo con la obra contemplada para apropiársela de acuerdo con su ritmo interior, con la capacidad de su mirada. Ni el agua que baña el pie derecho baña el izquierdo, ni dos espectadores ven lo mismo en un cuadro, ahora, en el mismo día, y, aún menos, si la visita se espacia en unos años. La obra, en tanto mantiene abiertos los dinteles que dan paso a sus dudas, a sus interrogantes y certezas, a sus exaltaciones y fracasos, a ese espiral complejo de convicciones, incertidumbres, dolores y terrores, es un conversador que invita a platicar. El ojo que la observa inicia --por encima de tiempos y de idiomas-- un diálogo ajustado a sus espectativas y, de este modo, el cuadro, (también podría ser la escultura, el poema), vive en la evolución y en las sucesivas andaduras interpretativas que genera el diálogo cruzado entre el espectador, la obra y el autor. La creación pervive en las variantes sucesivas, y así se configuran los cánones, personales o de época. Así se vence el tiempo, perviviendo en el tiempo.

    Según Harold Bloom "el escritor progresa leyendo infielmente a sus maestros”, del mismo modo en que el pintor dialoga con los pintores vivos y con aquellos que fueron y se han ido. Y cuando decimos dialogo hablamos de esa conversación mantenida que devana sus idas y retornos atravesando los tiempos verbales, yéndose del presente --siempre en fuga-- a ser pasado, por dejar su lugar a lo que, hace un instante, era futuro. El presente, el huidizo y transitorio suspiro entre antes y después, entre fui, y seré, vive en sus sucesiones la variación constante de no dejar de ser. Por encima de tiempos y de modas hoy, cuando la contemplamos, sigue viva la Venus de Giorgione, es un pasado del tiempo en tensión de futuro. Y pervive la Atala de Girodet lanzándonos su luz de reposo y quietud permanecida.

    En los años setenta --fue en el siglo pasado-- nació la obra de Ángel Pascual Rodrigo ya en conversación y diálogo. Primero fue trabajo de hermandad, la Pictórica Aragonesa, cuyos cuadros se hacían en platica de ideas, en cruce de opiniones y en fraternal coloquio entre Vicente y Ángel. Creación sostenida y convivida, por vivida con otro, que, ni siquiera cuando los dos hermanos buscaron soluciones privadas a su quehacer, dejó de ser un modo de departir conferenciando consigo o con los otros. También desde el origen fue mirada hacia el pasado, patente en los rostros del caballero decimonónico o la lata de tomate Campbell de las maquetaciones del, entonces, bisoño Andalán.

    Recuerdo, hace ya años, que una hermosa exposición de Ángel en la Sala Libros del Palacio Fuenclara, propuso en la secuencia de pinturas, en la intencionada estructura del montaje, un inmenso dialogo, muy sobrio, muy compacto, y también muy intimista. La colección era muy coherente, como una conversación entrecuzada --estática, a la vez, y en movimiento-- de voces-cuadros. El montaje proponía una voz genérica y común, un a modo de conversación, donde se percibían nítidamente los tonos de cada cuadro, el soliloquio parcial de la pintura concreta que se integra en la charla colectiva y en la particular con cada uno de los restantes cuadros. No faltaba en aquel discreteo el interrogante de tal cual monocromo o del trozo de pared --milimétricamente ajustado-- que distanciaba y relacionaba, a la par, los elementos del conjunto. La exposición era una peregrinación por sendas de paz interior, de reposado silencio, en una atmósfera de limpidez intimista que invitaba al dialogo sincero del espectador con cada cuadro, con los cuadros, cuyos títulos susurraban frases de la Divina Comedia, la antigua y tan eterna peregrinación por la espiral de los estados morales.

    La exposición de Libros fundó, de modo ya inequívoco, la línea ideológica y estructural que venia distinguiendo la obra de Ángel Pascual Rodrigo. Era la apelación a la herencia que nos pervive a través de las ruinas armoniosamente clásicas que ribetean o protagonizan sus cuadros y proclaman su mensaje de historia y de trabajo, y era, la admiración, ¿la búsqueda?, de esa naturaleza serena y no manipulada por la mano del hombre que pervive, en su original inocencia, superando la edad y los tiempos del mundo, pero dueña del tiempo remansado en sus tonalidades temperadas. Era también el mundo de las citas literarias repristinadas en los nuevos destinos y el de las citas pictóricas de la recreación que hace revivir, fiel-infielmente, a sus maestros. Hace ya muchos años que Ángel Pascual Rodrigo trabaja con el tiempo que se ha ido en la literatura, en la belleza plástica de una forma o de la intensidad de una mirada, para retomar sus temas y elementos, recrearlos, y legarlos al por venir con todo su legado cultural, conceptual y artesano, y legarlos también en la propuesta ética, tan suya, patente en esa apelación a la concordia de los tiempos que se cruzan y se confunden buscando una suerte de armonía universal, delicada y apacible, muy deliberadamente inocente .

    La obra de Ángel está hecha de legados del tiempo, de una historia que no pierde sus tonos en pintar heroísmos o caducas acciones de personas con nombre. La historia de los cuadros de Ángel Pascual es la de los hechos pequeños de cada ser anónimo, la de los movimientos de los continentes, la de los sabios que desentrañan leyes físicas, la de la sucesión de las vegetaciones de los bosques, la de los edificios y las nubes, la de las guerras y los odios, la de las estaciones, la de los artesanos.

    También la del espejo. Cuadro que mira cuadro. La última creación de Ángel Pascual es, casi, circular, desde su titular propuesta: Y así pasa y queda.

    Una copulativa de hilación la entronca con un antes que se refiere, obviamente, a eso que está pasando "así", de este modo, ahora mismo y viene de alguna parte. Lo que "pasa" y, por lo mismo, se anega en el pretérito marchando hacia el futuro, no para desaparecer pues, antes bien, se "queda", deja su huella en sostenido abrazo con los tiempos del tiempo de ese desde donde pasa y queda.

    Proyecto circular nuevo y repetido: en sus obsesiones, en sus interrogantes y certezas. Circular, pues da vueltas a obras ya realizadas, revisadas, reelaboradas o reinterpretadas en otras ocasiones, en dialogo interior entre ellas. Un diálogo que vuelve a hacer preguntas a los cuadros antiguos porque no ha resuelto ni atinado con la contestación correcta y única; quizá porque la obra, la vida, hecha de pinturas que reflejan vivencias, es plural, fluctuante y nunca conoce la respuesta. Conviene ver las pinturas de nuevo, por ver lo que ahora nos cuentan, ¿por descubrir, a lo mejor, que no hay sólo una respuesta? Pinturas del pasado en un diálogo aéreo, no sujetas al soporte tradicional del muro o el caballete, sino apoyadas en ellas mismas, acodándose y reflejándose, complementándose, hablándose en idiomas que expresen la tensión que más acerca al amor del momento, o, ¿quizá lo correcto sea decir que hablan el idioma?, ese que, cualquiera que sea su cuna filológica, hecho de mil variantes y de troncos lingüísticos, permite la mayor cota de expresión comprensiva. Hablemos la pintura, hablemos el idioma de todos los idiomas, confundidos en un estallido inaugural y totalizador.

    La tempestad del mundo se repite sobre las mismas tierras, apenas sin variantes. La vida se sosiega en el espejo de las aguas, en la seguridad de las pilastras; conjunción de extensión de horizonte, de elevación, de dureza de piedra, de blandura del aire y mórbida luminosidad del azogue líquido. El rayo no amenaza, no atruena tan siquiera, es puro fenómeno de una atmósfera --como el mundo-- bien hecha, que cumple sus funciones formalmente; una vez y otra vez pasa y, en esos cuadros, se queda su reflejo tendido hacia el futuro de la nueva mirada que los vea. Las montañas, olvidado el rugido volcánico de piedra que las encadenó a la inmovilidad de una concreta tierra, se curvan y, en sinuoso abrazo, se complementan, cimbreantes y sutiles, surcando, transatlánticas, idiomáticos océanos que rompen las lindes de los nombres y de la toponimia. Abrazo, Quililay, el Moncayo; las nieves y los vientos, fenómenos fugaces que escapan y se funden, que transitan y marcan su huella de tiempo en las laderas, perfilan ahí sus tonos convencidos.

    En el templo del amor y la muerte, central entre las dos columnas del nacer y el morir, la diosa y la mujer. Lo eterno y lo caduco confundidos en una muy querida imagen que Ángel Pascual gusta evocar: el goticismo, casi ingrávido, de la Venus de Giorgione contempla, como si se mirara en un espejo, la Atala, ronsardiana que, como las rosas del poeta, también ella "a passé comme une fleur"... Los rostros de ambas figuras se asemejan y convergen. Atala, la espiritual y muy cristiana figura de la muerta, contempla el sueño de la pagana Venus viva en su eternidad perenne. La muerte y el amor, el barroco juego de tálamos y túmulos de mors / amor, se repiten en la pregunta no resuelta, en la espiral de las dos figuras femeninas, tendidas, enfrentadas, quizá complementarias, reflejándose en la otra como en un espejo que fuera compendio de la vida y de los sentimientos. Hay una conversación cruzada entre los cuadros, un intercambio de mensajes.

    Una muerte de amor, una mujer en tránsito a la tierra y un abrazo que suspende en el aire el dramatismo telúrico de la escena para mostrar la paz del rostro yerto, la superposición de luces y de sombras que recorta llenándola de vida una escena de amor al borde de lo eterno. Y el sueño de la Venus Naturalis, tendida ante la naturaleza conceptual que la enmarca con sus tonos melados, ¿no refleja, quizá, la eternidad de amor? ¿no lo dijo Quevedo, hablando de la perduración de amor más allá de la muerte "serán cenizas, mas tendrán sentido / polvo serán, mas polvo enamorado"? Amor más poderoso que la muerte, que el sueño. Amor, muerte y renacimiento. La Venus, desasida del mundo, parece regalar a la cristiana, en la creación de Ángel Pascual, su plus de eternidad para que Atala inicie un despertar en el mundo del amor ultraterreno, para que se despierte a nueva vida en un lugar de ataraxia y quietud, donde sólo amor haya. Esa Atala que ya no muere eternamente se refleja, ahora sí, en el platonismo sosegado de la pintura de Giorgione, cilíndrica, elevada por sobre de las ropas, inevitablemente leve. Platonismo, el pálpito de amor que embellece lo amado es la ofrenda de Venus; algo intangible y espiritual llena de magia el templo del sueño, el templo de la vida que perdura en el reposo divino, en el despertar de Atala, en el sincretismo del amor y la muerte, de cristianismo y paganismo que el pintor nos sugiere en esta lectura que rompe los tiempo y pone a conversar, en la modernidad, heroínas de cuadros que parecían condenadas a no encontrarse nunca... Estamos leyendo infielmente a los maestros.

    La exposición, espiral, circular, peregrina por los espacios y por los estados de una naturaleza hermosa y muy equilibrada, hecha de tonos miel, ocre, de verdes matizados o de rojos de trasparencia superpuesta. Es una naturaleza hecha de partes que conforman un todo coherente, una naturaleza cuyo conjunto se reconoce por entre los espacios de la pared que, más que separar sus elementos, dispersos entre sí, le sirve de soporte para enlazarlos en el friso de la totalidad del paisaje. ¿Cuadro partido en dos, en tres, en varias partes? Cuadro único con eje, armonizado consigo mismo, con la hermana pared, hablándose. Escuchamos hablar a una naturaleza, casi mínima en la exuberancia feraz de su plenitud, que nos ofrece sus tonos, los sonidos del agua vertical que rompe la horizontal monotonía de la tierra extendida, la del silencio solitario. El agua canta el sonido del tiempo, no hace ruido. La de Ángel Pascual es una naturaleza sin disonancias, ni aún en la tempestad. Es una naturaleza reflexiva que invita a meditar, como invitan a meditar sus columnas, las ruinas de sus cuadros, legado de una tradición que se mantiene e invita a reflexionar sobre el paso del tiempo, sobre la pervivencia del arte, sobre la fugacidad y la movilidad de nuestro gusto y nuestras percepciones.

    La exposición no acaba, no tiene, en puridad, salida definitiva. Es circular; un eterno retorno. ¿Volvemos a empezar? Nueva conversación, otras respuestas, nuevos interrogantes, porque el verdadero espíritu, el que nunca conoce la respuesta, dispuesto a preguntar, a escuchar, a inquirir, vuelve siempre a empezar en peregrinación constante, en busca siempre y siempre sabedor de que nunca se sabe .

    Lola Albiac


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